Rastro invisible.

   La imagen desoladora de un distrito abandonado aparece ante mí pese a la ínfima claridad que el cielo cede al cementerio de automóviles. El agua lame mis botas en medio de un vacío sonoro mientras camino a través de la espesa humedad y me envuelve un perfume de corrupción. Quiero ubicarme, mas la niebla es demasiado densa al final del túnel y no consigo distinguir quién o qué se esconde al otro lado, donde cientos de neumáticos y kilos de chatarra moran en ese sucio rincón estatal.
   Apoyo la cabeza encima de la pared y agudizo el oído. Casi puedo oler el miedo de ese criminal. 
   Tras un segundo, su respiración entrecortada derroca el silencio y unos pasos resuenan sobre las montañas de piezas metálicas. Mi corazón se acelera y salgo corriendo hacia el exterior. La nube helada envuelve el lugar y solo veo a lo lejos una sombra que escala una pila de coches. Cargo la pistola y aprieto el gatillo en su dirección, absorto aún en mi propia rabia. Un momento después, el viento me devuelve un chillido ahogado y oigo el cuerpo caer desde lo alto de la colina. 
   Me aproximo rápidamente y, cuando observo la figura que yace en el suelo, suelto un grito de horror que me desgarra
   En un intento por atrapar a aquel delincuente, había disparado a la persona que debía proteger de él, al fugitivo de las fauces del mal.
   Recorro con la mirada la herida que abre su tórax y alcanzo su cara. El niño acaba de expirar el último aliento y la sangre todavía conserva el calor bajo su rostro dulce.
   Las lágrimas descienden por mis mejillas y me inclino para decirle adiós con un peso invisible adherido a mi alma.  Beso su frente y abandono el lugar mientras la oscuridad comienza a cernirse sobre la ciudad.
   Según la luz desaparece, me prometo algo a mí mismo: tarde o temprano encarcelaré a ese cobarde exiliado. La muerte de un inocente no será en vano, sino el precio a pagar durante el tiempo en que la placa continúe en mi uniforme.


R. A.



Comentarios