Martín había fijado las pupilas sobre el suelo nevado de las calles. Le entretenía contemplar a los transeúntes ir y venir de acá para allá, moviéndose con rapidez hacia sus trabajos y escuelas. Se le antojaba divertido adivinar sus futuros, como aquel hombre del sombrero rojo que los sacó al escenario a Anna y a él para que fueran sus socios durante el número de las cartas.
El crío soltó un respiro muy hondo que borraba la candidez de sus recién cumplidos siete años. Ojalá esos momentos se repitieran algún día si su mejor amiga superaba el trasplante. Papá decía que era la tercera vez que los médicos intentaban curarla. El resto de corazoncitos que la gente le había prestado a su cuerpo no le gustaban. Y había escuchado a las enfermeras hablar de la operación de esa mañana, la cual tenía que salir bien o no habría nuevas oportunidades. Esa intervención determinaría la posibilidad de que Anna celebrara con ellos la entrada del año.
Apartó la vista del exterior y abrazó sus rodillas, nervioso. Ningún adulto aparecía cargado de noticias. A través de la ventana de la sala de espera siempre se veía la vida de una manera extraña, porque dentro del hospital nunca sucedía nada. Allí el tiempo avanzaba despacio, arrastrándose por los pasillos a última hora de la tarde y lacerando la quietud de las noches. Incluso aunque cayeran copos, las circunstancias robaban su risa.
Los ojos de Martín se enrojecieron. Él ya no iba a pedir juguetes. No le hacían falta. ¿Qué iba a hacer con un saco de peluches? No le ayudarían a salvar a su compinche. Necesitaba un milagro. ¿Pero de verdad existían? ¿Podía añadirlos a la lista de deseos?
Enterró los mofletes entre las piernas y lloró mientras susurraba un villancico que solía cantar a dúo con aquella gemela de otro vientre. ¿Qué importancia tendría todo cuando no estuviera junto a él la mejor ayudante de trucos del mundo? Entonces las cosas cambiarían. Quizá fuera algo absurdo dados los millones de niños que había en la tierra... No obstante, para Martín, si aquello sucedía, el planeta perdería color. Él recordaría un pasado glorioso y el presente sería un nubarrón.
De pronto, alguien le tocó el hombro. La madre de Anna había vuelto y de sus mejillas descendían lágrimas que iluminaban su semblante, el cual todavía tenía huellas de insomnio. En ese extraordinario segundo, el pequeño comprendió que habían ganado la partida.
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| Imagen: Harley Howl |
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