La luz de la lámpara incide sobre el cuadro con una calidez efímera. Acaricia los trazos como si venerase la alegría de sus tres protagonistas y la fortuna arrebatada por las gélidas garras del tiempo. Esas sonrisas están pulidas por el mayor arquitecto de la felicidad: un amor sincero que no tiene rival.
Mientras lo observa, el hombre aprieta los puños y sus párpados lo aíslan en un dolor mudo y lacerante. Una fuerza insaciable y fría crece con cada día de soledad y le recuerda los límites. Sus pies caminan en el presente, su voz reina en la capital francesa, pero su corazón continúa anclado en el pasado, absorbiendo la pérdida de un alma gemela.
Gabriel da la espalda a la pintura y se dirige hacia el jardín con un gesto determinante. Recoge un amuleto de su bolsillo y deja que la responsabilidad, el lastre corrosivo de las consecuencias, recorra su mente con amarga oscuridad. Sabe que cumplir sus anhelos significa salvar el futuro y construir algo que respire por sí mismo, algo que rescate los acordes del bien enterrados en la memoria. Durante los años de hastío, las semillas del dolor han florecido en su interior con espinas fulminantes. La tristeza le reta a luchar contra las cenizas y necesita llevar a cabo el trabajo sin importar el coste. La máxima injusticia está cometida, la muerte ya obtuvo su trofeo meses atrás, y nada cambiará el mañana si el presente sigue siendo una caricatura débil y desgarradora.
Alza el mentón hacia la luna llena, que envuelve el cielo con el hechizo de los sueños huérfanos, y, antes de pronunciar las palabras, su pulso escribe un elegante y estremecedor silencio con otra cara de su persona. Extiende los brazos. Bajo un manto de promesas y peligros, sus pupilas se encienden con el brillo de la destrucción. Una nube de polillas violáceas se aproxima a su cuerpo y danza sobre su piel nívea, acunando una ilusión atronadora. En ese instante, sus labios se ensanchan y lo imposible se vuelve tangible.
Ruby Atlas ©

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