Las desventuras de un gorrión.

   Las cosas siempre ocurren por algún motivo. O eso dicen las leyendas. 
   Pero, en ocasiones, resulta difícil averiguar por qué la vida pone a alguien en medio de una situación. De pronto, las nubes cubren el pasado, disfrazándolo de una certeza irreal, y un presente se abre paso convirtiendo en polvo los recuerdos. 
   Aquello fue lo que le sucedió a Milo Stuart, un jovencito inteligente y de gran avidez. A causa de la mirada jovial y aguda que había heredado de su madre, era apodado gorrión de parte de sus perversos compañeros, quienes disfrutaban caricaturizando sus rasgos al cruzarse con él. Tras una historia tenebrosa dentro de la institución de menores que lo perseguía como una segunda sombra, llevaba meses a espera de que unos fabulosos padres lo adoptaran, suplicando para sí que las humillaciones de los cuidadores y del resto de alumnos cesaran al hallarse a kilómetros de allí. Y su ilusión se vio cumplida muy pronto… 
   Pese a ello, no recordó que cualquier hechizo conlleva un precio, y dado que las circunstancias giran y giran hasta que consiguen desubicar el sentido de pertenencia e incluso el de identidad, el pajarito no logró volar demasiado alto en su primera oportunidad de liberación.
   Justo después de que los Harrison, un matrimonio de mediana clase social que no podía engendrar hijos, firmara los papeles legales y lo sacara de ese diminuto infierno, la mujer a la que se iba a acostumbrar a llamar mamá cayó enferma y en tres semanas sus pulmones se pararon. Ante esta dolorosa pérdida amorosa, la labor parental de Edward Harrison se vio afectada por una fuerte depresión. De modo que, al igual que si el universo hubiera escuchado las plegarias silenciosas del niño, en vez de ser reclutado de vuelta a la institución por los servicios sociales, Stuart se mudó un soleado lunes al seno de una familia de raíces nobles que habitaba al norte de Gran Bretaña. Sin embargo, a diferencia de la anterior pareja, que había anhelado acoger a un huérfano bajo sus alas protectoras, las mellizas Sullivan no buscaban calidez, sino un paquete de billetes que llevar al banco gracias a la recompensa gubernamental frente a las necesidades infantiles.
Así, con solo diez años, tanto en los hogares en los que había pasado una fracción de su juventud como en el mismo orfanato, el dulce Milo gastó tiempo más que de sobra en conocer el sabor del abandono, la ambición, el egoísmo y la tristeza. Ese cóctel venenoso se arremolinaba en su pecho hasta asfixiarlo durante las noches de invierno en las que la soledad apretaba sus sienes y el frío hacía temblar su cuerpo vestido con un pijama agujereado por las ratas del desván. En esos momentos en los que regresaban a su cabeza imágenes de sus hermanos, quienes fueron enviados a distintos centros apenas terminaron la educación preescolar, el chico intentaba escapar del eco de su estómago hambriento y del estruendo de la lluvia chocando contra las tejas de la estrecha habitación, la cual carecía de ventanas y permanecía sumida en la negrura. No obstante, cada vez que las hermanas decidían encerrarlo a causa de su comportamiento indebido (aquello que ellas traducían como una actitud de excesiva cortesía y colaboración), al abrir los ojos nuevamente, la realidad engullía sus ilusiones y las lágrimas acudían con la potencia de una catarata. 
Pero esa serie de infortunios, aunque él lo ignorase, lejos de ablandar su conciencia, iban fortaleciendo poco a poco su resistencia, convirtiéndole en un blanco de fácil disparo y de arduo derribo. 

 Con las duras experiencias acumuladas, pasados dos años, las preguntas dejaron de rondar dentro de su cerebro para ser sustituidas por afirmaciones que contestaban a un solo propósito: sobreponerse a las circunstancias. Y una noche de embravecidas ventiscas, cansado de los abusos de aquel par de féminas codiciosas y del malestar físico que le producían los alimentos podridos, optó por trazar una estrategia de escape. Con ayuda de unas antiguas tijeras que había robado de la buhardilla mientras las dueñas del chalet salían a recibir el regalo de bienvenida de una vecina del pueblo (la bella y arrogante Margaret, quien había avisado que realizaría una visita y cuyo interés consistía en exhibir sus dotes de cocina en los pasteles que donaba a la comunidad), consiguió abrir la tapa del desagüe del cuarto de baño. Ese segundo de satisfacción fue, con gran seguridad, el que desencadenó el mayor hilo de dudas y premoniciones peligrosas en la conciencia de Milo Stuart. A pesar de ello, a veces, lo necesario para saltar al abismo es recordar que un movimiento preciso resulta suficiente para desatar la gracia. 

Entonces, como si el universo pusiera a prueba la capacidad de decisión del pajarito, el claxon del marido de Ms. Wilson despertó su intelecto aletargado y, antes de oír a las mellizas despedirse de la mujer, Milo introdujo su cuerpo en el canal y se dejó empujar por la gravedad hasta tocar la pringosa materia de las cloacas. Cuando sus pies aterrizaron encima de los restos orgánicos y el hedor nauseabundo invadió sus fosas nasales, supo que acababa de encontrar la esencia de la redención.

Después de haber relatado estos eventos, quizá muchos, en un intento por ponerse en la piel del gorrión, hubieran elegido continuar en aquella casa, donde al menos había comida y un colchón sobre el que dormir (o en el que fingir que se descansaba bajo la atenta mirada de los ratones, los cuales se habían convertido en sicarios de las patronas). A pesar de ello, unos pocos valientes, al igual que esta intrépida ave, habrían dado los veintiún gramos de su alma por salir de semejante cárcel y contemplarla arder desde fuera.

Porque lo cierto es que, aunque el pequeño descendiente de los Stuart no enterró a las brujas y los ogros que habían cuidado de él, consiguió perderlos de vista tras semanas corriendo hacia el otro lado del país, donde, finalmente, construyó un camino de relativa dicha al lado de unos pastores que lo acogieron junto a su hijo adolescente, quien entabló una amistad de oro con él.

Aun así, pasando por alto las calamidades que inundaban su pasado, el muchacho guardó el rencor en un rincón de su cabeza, reduciéndolo a una consternación que fue suavizándose con el tiempo y el cariño de sus semejantes, transformándose, de esa manera, en una fuerte sensación de autodesafío que en un futuro le permitiría perdonarlos. Y hasta el último de sus días, el pequeño huérfano siempre tuvo un pensamiento de gratitud dedicado a los Harrison, junto a quienes nunca dejaría de imaginar el futuro que podrían haber dibujado los acontecimientos de no haberse interpuesto la muerte en los planes.


Texto e ilustración: R. A. ©



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