Edith contempló al apuesto hombre que se reflejaba en el espejo. Desde la puerta de la habitación se apreciaba una silueta atrapada por la
oscuridad, y gracias al baño de luz invernal que traspasaba las
ventanas del torreón, era visible su rostro, cuyas facciones resultaban tan arrebatadoras como el más extraño de los milagros.
El joven dio un
paso al frente y su sombra acompañó el movimiento con una majestuosidad excelsa en el reino
de los mortales. Sus labios finos permanecían sellados, inmóviles delante del
vidrio que le devolvía la mirada de consternación de ella, y su piel pálida, que
parecía guardar el secreto virgen de un príncipe espectral, contrastaba con sus
cabellos de zafiro.
De las pestañas
de la dama resbaló una lágrima y no pudo eludir el primer recuerdo que los unía. En esa ensoñación, aquellas manos masculinas acariciaban las suyas y en el
mundo aún había amor para compartir una llama y prender las tinieblas sin temer al pasado ni al porvenir.
Pese a ello, ahora se hallaban lejos del calor de la música y del
romanticismo de tal noche. La verdad ardía en los profundos ojos oceánicos
del caballero, donde desde hacía décadas moraba el horror y la compunción. Todo crimen estaba enterrado, eclipsado por un tabú sin firmar.
Edith se perdió en los pasos de un baile que no se repetiría en esa dimensión y se retiró a la entrada en busca de una
bocanada de oxígeno. Ansiaba limpiar sus órganos de una pasión misteriosa a la que no le quedaban horas de vida. Salvar las ilusiones ya no
era viable... Y la realidad le oprimía los huesos con una nostalgia invencible.
Al abandonar el cuarto, el aristócrata siguió visualmente su recorrido a través de la penumbra. Entonces, su voz suave y triste silenció al viento, convirtiendo las palabras en susurros venerados por la luna.
—Algunos finales se escriben con sangre y memoria... Lamento este desenlace, señorita.
Ella asintió. No quedaban certezas, era la estación de los secretos tornándose fría.
—Que el pasado nos proteja bajo sus dolientes alas.
R. A.
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