Chocolate negro.

   —Sigues siendo bienvenido aquí. No he dejado de pensar en ti desde que abandonaste este sitio.
   Mis labios sonrieron sin curvarse, sumidos en una tristeza que se había cruzado en nuestro camino incontables veces.

   —Papá, tú quieres a todo el mundo.
   Aquello no era una apreciación personal, sino la verdad. 
   —Cuido a quienes me importan.
   Moví la cabeza. Allí estaba de nuevo su gran sentido compasivo.
   —No voy a quedarme en el pueblo. Empezad una nueva etapa sin mí ahora que has encontrado a los chicos. Necesitan disfrutar de esto por su cuenta. Hace años que anhelan una figura materna a su lado.
   —Hijo, las cosas no han cambiado tanto. Hay hueco para uno más en la familia aunque tu madre se haya ido.
   —No os pondré en peligro. Apenas he pisado el país y los policías andan detrás de mi sombra. Será cuestión de semanas que algún agente repare en una imagen filtrada, un vídeo o cualquier pista —miré el horizonte y su línea de oscuros interrogantes—. Si las tropas se enteraran de que nací en esta casa, os destruirían.
   Su semblante adquirió una luminosidad casi celestial. La misma que había observado en una fracción del pasado, cuando se permitía a la gente de color vivir ejerciendo el uso de sus derechos y libertades.
   —Hagan lo que hagan, no os arrebatarán la dignidad. Pero recuerda, ni tus hermanos ni yo te daremos la espalda por mucho que lo desee el estado.
   Mis pupilas brillaron, húmedas a causa del frescor nocturno, aunque dentro de mi pecho una presión me instaba a correr. A huir hasta que la justicia se transformara en una realidad que suprimir de la lista de sueños caducados.
   —Gracias. Me marcharé al amanecer. Diles a los niños que nos veremos pronto.
   Mi progenitor subió los peldaños en dirección al salón. Aún llevaba puesto el perfume dulzón que le encantaba a mamá.
   —Lo haré. Buen viaje.
   Mientras las estrellas tintineaban, imaginé un continente exento de odio en el que ahogar los juicios absurdos y destructores.


R. A. ©


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