En la boca del lobo.

   Lindsay se pasa la lengua por los labios con un gesto sensual. Su mirada insolente me vigila desde el sofá, retándome a contemplarla sin experimentar excitación.
   Conozco cómo funcionan sus planes. Quiere convertir sus fantasías en porciones de realidad que se cumplan cada vez que visita mi consulta. Su cabeza está repleta de deseos que solo se satisfacen mediante el sexo. Y pretende que me encargue de saciar su hambre, de curar su autoestima. Que aprecie al animal cuyos afilados colmillos llevan meses cobrándose presas innecesarias.
   Se ha aprovechado de un gran número de hombres física y emocionalmente. No pocas personas cercanas han sucumbido a sus encantos y han salido perdiendo. Y a los jóvenes que han creído ver en ella a una musa y que, tras una velada de frenesí, han reconocido al monstruo bajo su apariencia de sirena.
   Lind es un ser desterrado de los cielos. Pero entiendo la dificultad de lidiar con el sufrimiento: su objetivo es olvidar el dolor que arrastra desde una edad temprana. La agonía de convertirse en un producto humano de usar y tirar, al igual que en sus recuerdos, causa estragos en tantos frentes de su vida que ya ha cesado de contar sus sombras.
   Continúo observándola. El reloj del fondo ha marcado una media hora más desde que comenzó a contarme su aventura con Alain. Hace veinte eternos minutos que relata su sábado imperfecto, evitando obviar detalles y dándome a entender que los esfuerzos de él no le han dejado un buen sabor de boca. Es tan explícita que cuesta aceptar que la vergüenza no la persiga. Disfruta recreándose en las historias sucias.
   —Cuando me quitó las medias, el asunto se volvió automático. Yo intuía que a Al no le apasionaban las chicas salvajes. Lo leí en su cara en la primera cita. No obstante, terminamos haciéndolo en la cama de sus padres... Y en los momentos cumbre, él no paraba de decir cosas acerca de su ex. Parecía que su intención era amansarme. ¿Me consideraba una loba que necesitara domesticación? Creo que temía la fogosidad que me define...
   Mantengo la compostura y permito que el silencio la golpee. La incertidumbre aviva su nerviosismo. Odia una situación donde no tiene el control.
    Resulta casi imposible atisbar otra naturalidad en ella que no sea la fiereza. Lleva tatuadas la agresividad y la persuasión hasta en la última de sus pestañas. Posee la habilidad de adivinar las debilidades de los demás y utilizar esos defectos para jugar a la ruleta rusa con ellos. Exige salir exitosa de cualquier aprieto y manipular a los que la rodean. Hacer que sea el público el que le proporcione el amor que jamás ha logrado generar hacia nadie. Ansía la aprobación exterior para contrarrestar el profundo desprecio que se profesa a sí misma. 
¿Habría de culparla por reconstruir su corazón a través de una obsesión? ¿Por recordarme de mil formas distintas que es la primera vez que se encapricha de alguien inalcanzable?
   —¿Sabes qué, doctor? Aunque ese tío me hubiera deseado y hubiéramos estado hasta el amanecer cabalgando, no habría sido suficiente. Me hubiera importado una mierda. Porque el rostro que veía cuando estaba dentro de mí, era el tuyo —las lágrimas descienden por sus mejillas antes de alcanzar la barbilla y caer al sofá, suicidándose. En sus ojos se refleja una decepción demasiado intensa que no llega a verbalizarse—. Lo lamento. Siempre pienso en ti. 
   Escucharlo de nuevo se me antoja surrealista. Es el tema de conversación principal. La música que suena en su cerebro. La sinfonía que algún demonio canta para nosotros en esta habitación, a espera de destruirnos y bailar sobre nuestros restos.
   —Lindsay, entiendes de sobra las normas. Ningún terapeuta traspasa los límites de la ética. No podemos ser nada excepto profesional y paciente.
   Permanece callada un minuto y una sonrisa maliciosa aparece en su semblante al replicar.
   —En fin, ya es la hora.
   Se levanta y coge sus cosas moviéndose de manera sutil. Trata de alargar el tiempo y provocarme una subida de tensión.
   Cuando cierra la puerta, el mundo se me viene abajo.
   Incluso con los ojos abiertos soy incapaz de apartar su imagen de mi cabeza.


R. A. ©
Ilustración: Kim JSinclair




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