Mandíbulas de fuego.

    Dejé el laúd a mis pies y presté atención a la melodía de las aves. 
    Entonces apareció.
    La luna iluminaba su figura desde el otro lado de la gran explanada que separaba nuestra cabaña del camino que conducía al lago. La bestia esperaba con las garras sobre la tierra mojada una invitación para continuar en movimiento. Buscaba un destello similar a lo que la había traído hasta allí: la música. 
    El pulso se me aceleró y atisbé que no había mucha distancia entre la criatura y yo. Pero cuando levanté la vista, un rayo de curiosidad  se adueñó de mí a pesar de entender que debía huir. Esa urgencia intelectual se me antojó algo puro y al mismo tiempo antinatural, impropio de un aprendiz de herrero. ¿Qué demonios me sucedía?
    Observé con el corazón en un puño cómo aquel reptil no apartaba sus ojos amarillentos de los míos, y las historias comenzaron a cobrar vida a través de los recuerdos. Horribles relatos que había escuchado cientos de veces en la cueva de mis ancestros, cuentos sangrientos sobre las luchas que los supervivientes habían librado cuerpo a cuerpo con ellos, estremecedores dichos populares, canciones que se aconsejaba no cantar jamás en la penumbra... Desde diversas áreas se advertía del rol destructivo de los seres alados, los cuales eran enviados por los dioses para probar la fuerza de las gentes. ¿Acaso había existido alguien, durante los siglos de caza y captura, de dolores y decesos en las batallas, que hubiera afirmado que los dragones no mataban por placer?
    La respiración profunda y acompasada del animal me sacó de los delirios. Permanecía apenas a tres metros de mis botas.
    Recordé las lecciones de mi familia. El trofeo y el título honorífico que me serían entregados tras conseguir que uno de esos monstruos no volviera a volar. Los metales preciosos y el dinero que tendría bajo la cama. El gran número de trajes que la piel de los lagartos gigantes decoraría...Y decidí crear mi propia suerte. 
    Sucediera lo que sucediera, necesitaba comprobar si las leyendas se basaban en hechos reales. Quería conocer la verdad. Deseaba contemplar de cerca a uno de esos colosos antes de morir. 
    El gigante, de un color blanquecino, ocultó sus enormes colmillos y extendió el cuello hacia mi posición, mostrándome unas pupilas que brillaban en la oscuridad como perlas negras. En ese instante, aun con las pestañas temblando y pavores suicidas acechando mis pensamientos, posé los dedos encima de su cabeza y vi esfumarse de su expresión al miedo. Este fue sustituido por una luz opuesta a la crueldad, secando el pánico de las miles de voces que mis oídos y mi sangre habían oído y sostenido.
   La calma nocturna acunó nuestra extraña unión. Y comprendí que la muerte de ambos todavía no iba a escribirse.


Ruby Atlas ©







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