Estado de alarma.

Enjuagué el último vaso mientras el líquido helaba mi sangre con mayor énfasis. Ella continuaba callada. Intuí que permanecía tumbada en el sofá, perdida en esa vida llena de satisfacciones que ya había puesto en marcha con un tipo de su empresa.
  Puse los puños en la pared y contraje los músculos. Ignorar el deseo que ardía en mi pecho era absurdo. Me había propuesto empezar de nuevo y  limpiar mi sufrimiento. Sin embargo, no me veía capaz. Acabar con los recuerdos de los dos significaba agendar mi funeral. Poco a poco me iba debilitando un miedo claro y mortífero cual luna, un pavor dispuesto a ensalzar mi vergüenza. Esa negación tempestuosa parecía ser el resumen de mi persona. 
  Yo temía a ese afecto que me venía grande. Mas el dolor estaba hecho a mi medida. En el fondo, me responsabilizaba de abrirle la puerta y forzarlo a quedarse.
  Me dirigí hacia la habitación con el valor pendiendo de un hilo. Coloqué las prendas desordenadas y observé que el espejo reflejaba la imagen de un extraño de ojos atormentados, de alguien a quien solía conocer y que ahora se mantenía oculto, incluso devanado. Me había vuelto una identidad carente de voz.
  Una mano me rodeó el cuello. Las pupilas de mi antigua compañera de clase refulgieron en la leve oscuridad. Percibí su falta de consternación y me apegué a esa energía. Lila sonreía y la imité con una rara presión entre las costillas. Sus pies se balanceaban con una gracia que me instó a fantasear circunstancias imposibles, desequilibrándome.
  Ojalá la situación fuera diferente y nuestros caminos terminaran unidos. Pero nuestras piezas no jugaban en el mismo tablero. Ni siquiera en el mismo juego. 
  Seguí con la vista su cabello otoñal y la fina camisa de seda que besaba sus curvas, y un enemigo imaginario despertó del letargo. 
   Qué belleza la suya. Intocable para un simple mortal de mi calaña, cuyos tropiezos nunca habían dado otros frutos que el autoengaño. 
   Perdí la mirada en las sombras de la habitación y olvidé todo menos su nombre.


Ruby Atlas ©



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